El menú del restorán está escrito a mano y sus letras están estampadas en carbónico violeta. La Maryland y su precio están así metidos dentro del folio celeste de plástico grueso ribeteado con azul. Tarda bastante, y siempre retrasa la comida de los demás. El almidonado mantel blanco tiene alguna pintita rosada de tinto de la casa inevitablemente volcada del pingüino por algún otro comensal de algún otro tiempo.
Los vasos y los cubiertos muestran el paso del tiempo pero no el del repasador.
Es domingo al mediodía. Sentado allí esperará angustiado a que se produzca la discusión con el mozo por un retraso, por una mala contestación a un mal chiste.
La partida es el mejor momento. Aunque la adición se retrase y la falta de propina sea una forma de venganza, abandonar ese lugar sanos y salvos es la meta. Divisar a lo lejos la puerta de vidrio e ir caminando en fila india entre las mesas aún ocupadas hacia aquella frontera sabiendo que en una semana se repetirá el rito. Y el dolor de panza.